Marruecos.
Erase una vez un
jovenzuelo que acababa de sacar sus oposiciones a Profesor de la Universidad de
Granada. Impartía por aquel entonces – hace mas de treinta años – Derecho Farmacéutico
en la Facultad de Farmacia de Granada y estaba como un ratón encima de un
queso. Alto, delgado, espigado, relamido, vanidoso, progresista, europeo y… eso: con la
vida por delante.
El caso es que un alumno
marroquí fue a su despacho y le transmitió el mensaje de su padre, del padre del
alumno quiero decir, capitoste farmacéutico de Tanger, invitando al jovenzuelo
a dar una conferencia en su ciudad en un ciclo sobre el futuro de la Farmacia y
la Legislación de la Comunidad Europea, a la que España aspiraba entrar. Al
jovenzuelo le pagaban el viaje y la estancia
en Marruecos. Un cielo azul maravilloso cubria la ciudad de la Alhambra, las
primeras nieves tapizaban de blanco el Mulhacen y el Veleta y el jovenzuelo,
que era yo como habrán podido adivinar, hinchó el buche y se extasió ante la
perspectiva de su primera conferencia internacional. Era él, se dijo
convencido, la persona adecuada, el intelectual preciso, el hombre del mañana
que había de conducir la sanidad de los países del Sur hacia el progreso y la
Farmacia moderna. Un cielo, como el de Granada, cubrió su cabeza. Y aceptó el
encargo lleno de alegría. Un mes de trabajo intenso, la paciencia de la esposa
que escuchó cien veces el ensayo de la futura conferencia, un notable alto al
alumno marroquí en el primer examen, cien filminas de cuadros, esquemas, y
zarandajas; un traje azul marino y una corbata nueva, un lápiz de luz para
puntear una hipotética pizarra, el pasaporte, cincuenta mil pesetas para
imprevistos, una maleta de piel blanca ( regalo de boda ), la ilusión en el
alma y la vanidad en los ojos, fueron mi equipaje de aquel dia.
Pero de Algeciras a Tánger
la mar estaba mala y el barco cabeceaba intensamente. Así que me mareé y salí a
cubierta a tomar el aire y entrever Africa que estaba
allí, inmensa, repleta de leones, de elefantes, de cultura ancestral, del
Serengueti y Kilimanjaro, la pirámides de Egipto y el Cabo de Buena Esperanza. Un continente que me habia llamado y me esperaba.
El caso es que no se pasó el mareo, saqué mis esquemas de la conferencia – a ver
si me aliviaba – y empecé a leer…
Todo en uno, yo mismo. No lo pude
aguantar… corrí a la barandilla de estribor, abrí la boca y ¡zas! : una mano a la corbata para no
mancharla, otra mano a la barandilla para no ir al agua, los pies inestables,
las olas crecidas y… mis apuntes sobre las Directivas Comunitarias al occeano. ¡Madre del alma!, cayeron como las hojas en
otoño meciéndose de izquierda a derecha suavemente, alejándose hacia la popa
del trasbordador, tocando la espuma del mar herido por la quilla del barco como
se toca la nariz de una novia a la que pretendes besar a continuación, diciéndome
adión entre el murmullo del mar y mi angustia suprema que se intentaba imaginar
una patera salvífica que aliviara el entuerto. Pero no, mi conferencia había desaparecido
en las corrientes del Estrecho.
Y no terminó ahí la cosa: los
organizadores del evento enviaron a otro alumno a buscarme al Puerto. Pero no: el chico esperaba a un viejo
barrigodo y con gafas y no me identificó, así que angustiado y solo cogí un
taxi y le di la dirección de la sala de conferencias donde tenía que actuar.
Aquella era un teatro del que no recuerdo el nombre. Dese prisa, le dije al taxista, nos queda
media hora… Y el Mercedes achacoso del taxista se encaminó al teatro. A unos
doscientos metros de la meta una manifestación impedía el paso. ¿Qué pasa?,
inquirí… No llegamos. No sé lo que es, respondió el chofer sin inmutarse…, si
quiere bajar, quedan cinco minutos a pie…; pues sí, y baje, y saqué la maleta,
pagué los dírham pactados y apresuré el paso. Iba despeinado, mojado, asustado,
solo, perdido, con los zapatos embarrados y el corazón saltando como el de un
adolescente enamorado.
De pronto escuché una especie de grito en
árabe. La gente enmudeció y la manifestación aquella se detuvo. Una enorme
pancarta giro sobre ella misma y se dirigió hacia mí. Me dieron ganas de soltar
la maleta y salir corriendo, pero estaba paralizado no sé de qué, mis piernas no
respondieron y me quedé allí como un pasmarote esperando que pasaran por encima
de mi soledad y mi maleta de piel ( donde guardaba las cincuenta mil pesetas). Lo
peor llegó cuando me rodearon, me dieron la mano, golpes en la espalda y hasta
un beso. Yo no sabía lo que pasaba.
¡¡¡¡ La pancarta tenía escrito mi nombre
en árabe y el titulo de la conferencia en letras mas chiquititas. ¡!!!!! . Ah,
Marruecos, Marruecos… Bendita tierra que me dio la mano; cultura milenaria que
recibió a un jovenzuelo sin papeles; alumnos míos que todavía me escriben y
dicen que me añoran y les enseñé a ser ellos mismos… Ah, Marruecos, Marruecos:
no te olvidaré nunca.
Creo que mi conferencia en Tánger fue la
mejor que he dado jamás porque allí en aquella tribuna, sin yo buscarlo ni
saberlo, había desaparecido por unas horas mi soledad. Todavía conservo la
pancarta, y la despliego en la Almedina cuando la angustia arrecia; ato un cabo
a un ciprés centenario y el otro a la rama de un magnolio; me pongo una toalla
en la cabeza a modo de turbante y avanzo hacia la cancela de la entrada con
paso abstraído. Carmen, la mujer que me cuida, asegura que soy más raro que un
coño verde. Y no es verdad: es que aguardo emocionado una segunda pancarta y un
pueblo amigo que me de la mano para afrontar la última conferencia que debo dar: la
conferencia de la muerte.